Cuentos Populares Españoles                                                  AYUDA 

La misa de las ánimas

Pues eran un padre y una madre y ambos eran muy pobres y tenían tres hijos pequeños. Pero es que, además de ser tan pobres, el padre tuvo un día que dejar de trabajar porque se puso enfermo y sólo quedaba la madre para buscar el sustento de todos y entonces la madre, no sabiendo qué hacer, tuvo que salir a pedir limosna. Así que salió y anduvo todo un día de acá para allá pidiendo limosna y cuando ya caía la tarde había conseguido recoger una peseta. Entonces fue a comprar comida, porque quería preparar un cocido para que comieran los niños y ella y su marido, pero resultó que aún le faltaban veinte céntimos, y como no podía conseguir lo que faltaba, pensó:

–¿Para qué quiero esta peseta si no puedo llevar comida para todos? Pues lo que voy a hacer es pagar una misa con esta peseta que he sacado

Y una vez que lo pensó se dijo:

–¿Y para quién diré la misa?

Así que le estuvo dando vueltas al asunto y al cabo del rato dijo:

–Le voy a encargar al cura que diga una misa por el alma más necesitada.

Conque se fue a ver al cura, le entregó la peseta y le dijo:

–Padre, hágame usted el favor de decirme una misa por el alma más necesitada.

Se fue entonces para su casa y no dejaba de pensar en su marido y en sus hijos que la esperaban; y en el camino se cruzó con un señor muy puesto que le preguntó:

–¿Dónde va usted, señora?

Y ella le contestó:

–Voy para mi casa. Mi marido está muy enfermo y somos muy pobres y tenemos tres hijos. Llevo todo el día pidiendo, pero no me dieron lo bastante para comer todos y como no me llegaba me fui a ver al señor cura para encargarle una misa por el alma más necesitada.

Entonces aquel señor sacó un papel y escribió en él un nombre y le dijo a la mujer:

–Vaya usted a donde dicen estas señas y dígale a la señora que le a usted

La mujer no se lo pensó dos veces y se encaminó a donde le había dicho aquel señor a

Llegó a la casa que le habían dicho y llamó a la puerta hasta que salió una criada que colocación en la casa. solicitar la colocación. le preguntó:

–¿Qué quiere usted?

Y ella contestó:

–Pues que quiero hablar con la señora.

Conque la criada se fue adentro a buscar a la señora y le contó que en la puerta había una pobre que pedía hablar con ella. Y la señora bajó a la puerta y le dijo la mujer:

–He visto en la calle a un señor que me habló y me dijo que usted me daría una colocación en la casa.

Y le dijo la señora:

–¿Y quién era ese señor?

Entonces la pobre, que estaba en la puerta, miró dentro de la casa y vio que en la sala había un retrato del que la había enviado allí y dijo:

–Ese señor que está en el retrato es el que me ha enviado aquí.

Y la señora dijo:

–Ése es el retrato de mi hijo, que murió hace ya cuatro años.

–Pues ése es el que me ha enviado aquí –contestó la mujer sin dudarlo.

Entonces la señora le preguntó:

–¿Y cómo es que se lo encontró usted?

Y ya le dijo la mujer pobre:

–Pues mire usted, que mi marido y yo somos muy pobres y tenemos tres hijos que mantener. Y como ahora mi marido está muy enfermo y no tenemos qué comer, yo salí esta mañana a pedir limosna y sólo junté una peseta y con eso no tenía bastante para comprar un cocido para todos y se la di al cura para que dijera una misa por el alma más necesitada. Luego volvía de la iglesia y me encontré a su hijo. A él le conté lo mismo que le he contado a usted y me escribió este papel y me dijo que viniera aquí.

Entonces la señora le dijo a la mujer que entrara y le dio colocación. Además le dio pan para que se lo llevara a sus hijos y le encargó que volviera al día siguiente y los demás días para servir en la casa. Y a los cinco días la señora tuvo una revelación y se le apareció su hijo y le dijo: presencia de Dios. subido al Cielo.

–Madre, no me llores más y no vuelvas a rezar por mí, que ya estoy glorioso y en

Y era que con aquella misa había acabado de pagar sus culpas en el Purgatorio y había


El hombre del saco

Había un matrimonio que tenía tres hijas y como las tres eran buenas y trabajadoras les regalaron un anillo de oro a cada una para que lo lucieran como una prenda. Y un buen día, las tres hermanas se reunieron con sus amigas y, pensando qué hacer, se dijeron unas a otras:

–Pues hoy vamos a ir a la fuente.

Que era una fuente que quedaba a las afueras del pueblo.

Entonces la más pequeña de las hermanas, que era cojita, le preguntó a su madre si podía ir a la fuente con las demás; y le dijo la madre:

–No hija mía, no vaya a ser que venga el hombre del saco y, como eres cojita, te alcance y te agarre.

Pero la niña insistió tanto que al fin su madre le dijo:

–Bueno, pues anda, vete con ellas.

Y allá se fueron todas. La cojita llevó además un cesto de ropa para lavar y al ponerse a lavar se quitó el anillo y lo dejó en una piedra. En esto, que estaban alegremente jugando en torno a la fuente cuando, de pronto, vieron venir al hombre del saco y se dijeron unas a otras: salieron corriendo a todo correr.

–Corramos, por Dios, que ahí viene el hombre del saco para llevarnos a todas –y

La cojita también corría con ellas, pero como era cojita se fue retrasando; y todavía corría para alcanzarlas cuando se acordó de que se había dejado su anillo en la fuente.

Entonces miró para atrás y, como no veía al hombre del saco, volvió a recuperar su anillo; buscó la piedra, pero el anillo ya no estaba en ella y empezó a mirar por aquí y por allá por ver si había caído en alguna parte.

Entonces apareció junto a la fuente un viejo que no había visto nunca antes y le dijo la cojita:

–¿Ha visto usted por aquí un anillo de oro?

Y el viejo le contestó:

–Sí, que en el fondo de este costal está y ahí lo has de encontrar.

Conque la cojita se metió en el costal a buscarlo sin sospechar nada y el viejo, que era el hombre del saco, en cuanto ella se metió dentro cerró el costal, se lo echó a las espaldas con la niña guardada y se marchó camino adelante, pero en vez de ir hacia el pueblo de la niña, tomó otro camino y se marchó a un pueblo distinto. E iba el viejo de lugar en lugar buscándose la vida, así que por el camino le dijo a la niña:

–Cuando yo te diga: «Canta, saco, o te doy un sopapo», tienes que cantar dentro del saco.

Y ella contestó que bueno, que lo haría así.
Y fueron de pueblo en pueblo y allí donde iban el viejo reunía a los vecinos y decía:

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y la niña cantaba desde el saco:

–Por un anillo de oro que en la fuente me dejé estoy metida en el saco y en el saco moriré.

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y la niña cantó:

–Por un anillo de oro que en la fuente me dejé estoy metida en el saco y en el saco moriré.

Y el saco que cantaba era la admiración de la gente y le echaban monedas o le daban comida.

En esto que el viejo llegó con su carga a una casa donde era conocida la niña y él no lo sabía; y, como de costumbre, posó el saco en el suelo delante de la concurrencia y dijo:

Así que oyeron en la casa la voz de la niña, corrieron a llamar a sus hermanas y éstas vinieron y conocieron la voz y entonces le dijeron al viejo que ellas le daban posada aquella noche en la casa de sus padres; y el viejo, pensando en cenar de balde y dormir en cama, se fue con ellas. dijeron al viejo:

Conque llegó el viejo a la casa y le pusieron la cena, pero no había vino en la casa y le

–Ahí al lado hay una taberna donde venden buen vino; si usted nos hace el favor, vaya comprar el vino con este dinero que le damos mientras terminamos de preparar la cena.

Y el viejo, que vio las monedas, se apresuró a ir por el vino pensando en la buena limosna que recibiría.
Cuando el viejo se fue, los padres sacaron a la niña del saco, que les contó todo lo que le había sucedido, y luego la guardaron en la habitación de las hermanas para que el viejo no la viera. Y, después, cogieron un perro y un gato y los metieron en el saco en lugar de la niña.

Al poco rato volvió el viejo, que comió y bebió y después se acostó. Al día siguiente el viejo se levantó, tomó su limosna y salió camino de otro pueblo.

Cuando llegó al otro pueblo, reunió a la gente y anunció como de costumbre que llevaba consigo un saco que cantaba y, lo mismo que otras veces, se formó un corro de gente y recogió unas monedas, y luego dijo:

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Mas hete aquí que el saco no cantaba y el viejo insistió:

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y el saco seguía sin cantar y ya la gente empezaba a reírse de él y también a amenazarle.

Por tercera vez insistió el viejo, que ya estaba más que escamado y pensando hacer un buen escarmiento con la cojita si ésta no abría la boca:

–¡Canta, saco, o te doy un sopapo!

Y el saco no cantó.

Así que el viejo, furioso, la emprendió a golpes y patadas con el saco para que cantase, pero sucedió que, al sentir los golpes, el gato y el perro se enfurecieron, maullando y ladrando, y el viejo abrió el saco para ver qué era lo que pasaba y entonces el perro y el gato saltaron fuera del saco. Y el perro le dio un mordisco en las narices que se las arrancó y el gato le llenó la cara de arañazos y la gente del pueblo, pensando que se había querido burlar de ellos, le midieron las costillas con palos y varas y salió tan magullado que todavía hoy le andan curando.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

El aguinaldo

Esto eran unos niños muy muy pobres que en la víspera del día de Reyes iban caminando por un monte y, como era invierno, en seguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían andando. Entonces se encontraron con una señora que les dijo:

–¿Adónde vais tan de noche, que está helando? ¿No os dais cuenta de que os vais a morir de frío?

Y los niños le contestaron:

–Vamos a esperar a los Reyes, a ver si nos dan aguinaldo.

Y la señora del bosque, que era muy hermosa, les dijo:

–Y ¿qué necesidad teníais de alejaros tanto de vuestra casa? Para esperar a los Reyes sólo habéis de poner vuestros zapatitos en el balcón y después acostaros tranquilamente en vuestras camitas.

A lo que los niños contestaron:

–Es que nosotros no tenemos zapatos, y en nuestra casa no hay balcón, y no tenemos camita sino un montón de paja... Además el año pasado pusimos nuestras alpargatas en la ventana, pero se ve que los Reyes no las vieron porque no nos dejaron nada.

Así que la señora del bosque se sentó en un tronco que había en el suelo y miró a los pequeños, que la contemplaban ateridos sin saber qué hacer; y ella les preguntó que si querían llevar una carta a un palacio y los niños le dijeron que que se la llevarían; entonces ella buscó en una bolsa que llevaba colgada de la cintura y sacó un gran sobre sellado que contenía la carta.

–Pues ésta es la carta –dijo, y se la dio.

Luego les explicó cómo tenían que hacer para encontrar el palacio y que el camino era peligroso porque tendrían que pasar ríos que estaban encantados y atravesar bosques que estaban llenos de fieras.

–Los ríos los pasaréis poniéndoos de pie en la carta y la misma carta os llevará a la otra orilla; y para atravesar los bosques, tomad todos estos pedazos de carne que os doy y, cuando os encontréis con alguna fiera, echadle un pedazo, que os dejará pasar. Y en la puerta del palacio encontraréis una culebra, pero no tengáis miedo: echadle este panecillo que os doy y no os hará nada. bosque.

Y los pobrecitos cogieron la carta, la carne y el pan y se despidieron de la señora del

Conque siguieron su camino y, al poco rato, llegaron a un río de leche, después a un río de miel, después a un río de vino, después a un río de aceite y después a un río de vinagre. Todos los ríos eran muy anchos y ellos eran tan pequeños que les dio miedo no poder cruzarlos, pero hicieron como ella les dijo: echaron la carta al río, se subieron encima de ella y la carta les condujo siempre a la otra orilla.

Cuando terminaron de cruzar los ríos empezaron a encontrar bosques y bosques, a cual más frondoso y oscuro, donde les salían fieras que parecía que los iban a devorar.

Unas veces eran lobos, otras tigres, otras leones, todos prestos a devorarlos, pero en cuanto les echaban uno de los pedazos de carne que la señora del bosque les había dado, las fieras los cogían con sus bocas y desaparecían en lo hondo del bosque, dejándolos continuar su camino.

Hasta que por fin, cuando ya había caído la noche, vieron a lo lejos el palacio y corrieron hacia él. Pero delante del palacio había una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó sobre su cola amenazando con comérselos vivos con su inmensa boca; pero los niños le echaron el panecillo y la culebra no les hizo nada y los dejó pasar.

Entraron los niños en el palacio y en seguida salió a recibirlos un criado negro, vestido de colorado y de verde, con muchos cascabeles que sonaban al andar; entonces los niños le entregaron la carta y el criado negro, al verla, empezó a dar saltos de alegría y fue a llevársela en una bandeja de plata a su señor.

El señor era un príncipe que estaba encantado en aquel palacio y en cuanto cogió la carta se desencantó; así es que ordenó a su criado que le trajera inmediatamente a los niños y les dijo:

–Yo soy un príncipe que estaba encantado y vuestra carta me ha librado del encantamiento, así que venid conmigo.

Y los llevó a una gran sala donde había quesos de todas clases, y requesón, y jamón en dulce, y miles de golosinas más, para que comieran todo lo que quisieran. Después los llevó a otra sala y en ésta había huevo hilado, yemas de coco, peladillas, pasteles de muchas clases y miles de confituras más, para que comieran lo que quisieran. Y después los llevó a otra sala donde había caballos de cartón, escopetas, sables, aros, muñecas, tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los que quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les dijo:

–¿Veis este palacio y estos jardines y estos coches con sus caballos? Pues todo es para vosotros porque éste es vuestro aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno de estos coches a buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir con nosotros.

Los criados engancharon un lujoso coche y se fue el príncipe con los niños a buscar a sus padres. Y ya todo el camino era una carretera muy ancha y muy bien cuidada y los ríos y los bosques y las fieras habían desaparecido. Y luego volvieron todos muy contentos al palacio y vivieron muy felices.


Los siete conejos blancos

Un rey tenía una hija muy hermosa a la que amaba con todo su corazón. Su esposa, la reina, había educado con mucho cariño y atención a la princesa y le había enseñado a coser y bordar de manera primorosa, por lo que la princesa disfrutaba muchísimo haciendo toda clase de labores.

La habitación de la princesa tenía un balcón que daba al campo. Un día se sentó a coser en el balcón, como solía hacer a menudo; entre puntada y puntada contemplaba los magníficos campos que se extendían ante el castillo, los bosques y las colinas, cuando, de pronto, vio venir a siete conejos blancos que hicieron una rueda bajo su balcón. Estaba tan entretenida y admirada observando a los conejos que, en un descuido, se le cayó el dedal; uno de los conejos lo cogió con la boca y todos deshicieron la rueda y echaron a correr hasta que los perdió de vista.

Al día siguiente volvió a ponerse a coser en el balcón y, al cabo del rato, vio que llegaban los siete conejos blancos y que formaban una rueda bajo ella. Y al inclinarse para verlos mejor, a la princesa se le cayó una cinta, la cogió uno de los conejos con la boca y todos echaron a correr otra vez hasta que se perdieron de vista.

Al día siguiente volvió a ocurrirle lo mismo, pero esta vez lo que perdió fueron las tijeras de costura.

Y después de las tijeras fueron un carrete de hilo, un cordón de seda, un alfiletero, una peineta... Y a partir de entonces los conejos ya no volvieron a aparecer más.

Como los conejos ya no volvían, por más que ella saliera todos los días al balcón, la princesa acabó enfermando de tristeza y la metieron en cama y sus padres creyeron que se moría. Pero el rey la quería tanto que mandó llamar a los médicos más famosos, y cuando éstos confesaron que no sabían qué clase de enfermedad tenía la princesa, mandó echar un pregón anunciando que la princesa estaba enferma de una enfermedad desconocida y que cualquier persona que tuviera confianza en poder curarla acudiera de inmediato a palacio; y a quien la curase le ofrecía, si era mujer, una gran cantidad de dinero, y si era hombre sin impedimento para casarse, la mano de su hija.

Mucha gente acudió al pregón del rey, pero nadie supo curar a la princesa, que languidecía sin remedio.

Un día, una madre y una hija que vivían en un pueblo cercano, determinaron acercarse a palacio para ver si lograban curar a la princesa, pues ambas se dedicaban a la herboristería y confiaban en que, con su conocimiento de todas las plantas del reino, alguna fórmula encontrarían para poderla sanar. Conque se pusieron en camino.
E iban de camino cuando decidieron ganar tiempo tomando un atajo; y cuando iban por el atajo, decidieron hacer un alto para comer y descansar un poco. Pero quiso la suerte que, al sacar el pan, se les cayera rodando por la loma en cuyo alto habían tomado asiento y las dos, sin dudarlo, corrieron tras él hasta que lo vieron caer dentro de un agujero que había al pie de la loma. Conque llegaron hasta él y, al agacharse para recuperarlo, vieron que el agujero comunicaba con una gran cueva que estaba iluminada por dentro. Mirando por el agujero, vieron una mesa puesta con siete sillas y, a poco, vieron a siete conejos blancos que entraron en la cueva y, quitándose el pellejo, se convirtieron en siete príncipes y los siete se sentaron alrededor de la mesa.

Entonces oyeron a uno de ellos decir, mientras cogía un dedal de la mesa:

–Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

–Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

–Éstas son las tijeras de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Y así sucesivamente, uno tras otro, hasta hablar los siete.

Las dos mujeres se retiraron prudentemente y sin hacer ruido, pero antes de alejarse se fijaron en que no lejos del agujero había una puerta muy bien disimulada entre la

Entonces se apresuraron a llegar a palacio y, una vez allí, pidieron ver a la princesa. La princesa estaba acostada y ya no deseaba ver a nadie más, pero las dos mujeres empezaron a hablar con ella y le contaron quiénes eran y a qué se dedicaban y, por fin, le contaron el viaje que habían hecho y, contándole el viaje, le relataron la misteriosa escena de la cueva y los siete conejos blancos.

En este punto, la princesa se enderezó en su cama y pidió que le trajeran algo de

Y a otro:

Y a otro: maleza. comer. Y el rey, al enterarse, fue inmediatamente a su habitación lleno de contento, pues era la primera vez que la princesa quería comer desde que cayera enferma.

–Padre –le dijo la princesa–, ya me voy a curar, pero me tengo que ir con estas señoras.

–¡Eso no puede ser! –protestó el rey–. ¡Aún estás demasiado débil!

–Pues así ha de ser –dijo la princesa, empeñada. Y el rey comprendió que no tenía más remedio que ceder y ordenó que preparasen su coche.
Partieron en seguida las tres y, a la mitad del camino, allí donde las mujeres le dijeran, la princesa ordenó detener el coche y las tres se apearon para buscar la cueva, que se hallaba bastante apartada del camino. Por fin llegaron al agujero y a la puerta disimulada y miraron por uno y otra, pero no veían nada y la noche comenzaba a echárseles encima en aquel paraje. Tanto oscureció que las tres acordaron volver al día siguiente a la misma hora con la esperanza de tener mejor fortuna, cuando, de pronto, vieron que se iluminaba el interior de la cueva y vieron también a los siete conejos blancos, que se despojaban de sus pellejos y se convertían en príncipes.

Los siete se sentaron a la mesa y volvieron a repetir lo que las dos mujeres ya habían oído:

Y el siguiente:

Hasta el último:

–Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

–Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

–Ésta es la peineta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Entonces la princesa dio un empujón a la puerta, entró y dijo:

–Pues aquí me tenéis.

Y escogió al que más le gustaba de todos; y a las dos mujeres que tanto la habían ayudado y a los otros seis príncipes les pidió que la acompañaran al palacio porque todos quedaban convidados a la boda.


Los ladrones arrepentidos

Un ermitaño vivía en soledad en una ermita perdida en el monte y se alimentaba de lo que buenamente encontraba en el campo; cuando no se cuidaba de su alimento, se dedicaba a la oración, que le llevaba la mayor parte de su tiempo. Vivía de esta manera tan sencilla y escondida porque era hombre que nunca había pecado, ni de obra ni de pensamiento, y Dios, complacido con él, le envió un ángel para que todos los días le dejara un pan en la ermita, mientras el buen hombre dormía.

Hasta que un día en que se había alejado bastante de su ermita, se cruzó en su camino con una pareja de guardias que conducían a un preso y el ermitaño le dijo al preso:

–Así os veis los que ofendéis a Dios. La justicia os castiga y luego vuestra alma se la lleva el diablo.

Entonces Dios se ofendió mucho por el comentario del ermitaño, ya que a aquel hombre lo llevaban preso sin culpa alguna y, para mostrar su enfado, le dijo al ángel que no volviera a llevarle más pan.

Cuando a la mañana siguiente el ermitaño vio que el ángel no le había dejado pan, tal y como le ordenase Dios, comprendió que había cometido alguna falta y se echó a llorar, apesadumbrado.

Entonces vino el ángel trayendo una rama de zarza seca y le dijo:

–Dios te castiga por tu imprudencia, pues el preso al que acusaste ayer era inocente.

No te traigo ya pan sino una rama de zarza seca que habrás de llevar siempre contigo y la usarás de cabecera cuando duermas; Dios no te perdonará hasta que broten de la zarza tres ramas verdes. Y desde ahora no vivirás del pan ni de los frutos del campo, sino que habrás de abandonar esta ermita y comer de lo que obtengas por limosna.

Apenas el ángel hubo dicho esto, la ermita desapareció, y con ella el ángel; y entonces el ermitaño sintió la soledad como un peso horrible, y volvió a llorar con gran amargura.

El ermitaño iba de pueblo en pueblo pidiendo limosna y, cuando dormía, se ponía la zarza como almohada.

Así vivía hasta que un día se le empezó a echar la noche encima sin avistar casa, ni pueblo, ni aldea y ya desesperaba de encontrar un lugar donde dormir cuando alcanzó a ver una luz en la lejanía y se apresuró hacia ella con el ánimo de cobijarse aquella noche.

Cuando llegó a la luz, vio que provenía de una cueva y el ermitaño gritó desde la boca:

–¡Ave María!

A sus gritos salió una vieja por saber qué quería y él le dijo que sólo buscaba un rincón donde echarse a pasar la noche. Pero aquella cueva era una cueva de ladrones y la vieja le aconsejó que se fuera porque si venían los ladrones le matarían para que no los denunciase; pero al ver el cansancio y la soledad del ermitaño, la vieja se compadeció de
él, porque además era una noche muy oscura, y le escondió en el fondo de la cueva, donde no le vieran los ladrones, que nunca llegaban hasta allí.

En esto llegaron los ladrones cargados de sacos, talegos y cofres, porque aquel día habían hecho un robo muy grande y era tanto el botín que decidieron llevarlo al fondo de la cueva. Y allí vieron al ermitaño y le cogieron y le sacaron afuera y el capitán de los ladrones le preguntó a la vieja quién era ese hombre y qué hacía escondido en el fondo de la cueva.

Y la vieja le contestó: mañana al hacerse el día se irá.

–Es un pobre de pedir limosna, que andaba perdido y venía buscando cobijo, pero

–¡Estúpida vieja! –dijo el capitán–. Mañana cuando se vaya correrá a escape a denunciarnos, pero yo lo he de matar ahora mismo.

Sacó su puñal para matar al ermitaño y la vieja, gimiendo y llorando, le pidió que no lo hiciera.

–¡No lo mates, que es un buen hombre y no dirá nada!

Entonces el ermitaño se adelantó hacia el capitán y dijo:

–Déjale que haga lo que quiera, mujer, que será designio de Dios. Porque yo vivía en una ermita solo y apartado y dedicado a la oración y porque ofendí a un preso que era inocente llamándole ladrón, Dios me ha castigado a vagar por el mundo viviendo de limosna y no me perdonará hasta que no broten tres ramas verdes de esta zarza seca que llevo conmigo.

Al escuchar esto, dijo el capitán:

–Vuélvete a tu rincón y mañana, apenas amanezca, te vas de aquí sin mirar atrás.

El ermitaño se fue a acostar y los ladrones se quedaron pensativos. Y la vieja dijo:

–Si Dios le ha castigado nada más que por un mal pensamiento ¿qué no hará con nosotros, que somos ladrones?

Y los ladrones siguieron pensativos hasta que el capitán les mandó acostarse a todos.
A la mañana siguiente, apenas amaneció, fue el capitán a ver si el ermitaño se había ido y lo encontró muerto en su rincón, con la cabeza apoyada en la zarza seca, a la que le habían brotado tres ramas verdes. Llamó a los demás ladrones y les dijo que allí mismo quedaba deshecha la partida. Los ladrones y la vieja se arrodillaron y se arrepintieron de todo lo malo que habían hecho hasta entonces, luego hicieron un hoyo a la entrada de la cueva y enterraron en él al ermitaño y la zarza y, dejando todos sus tesoros en la cueva, se marcharon cada uno por su lado para llevar otra vida. Y la zarza echó las tres ramas fuera y creció y se enmarañó tanto que cubrió por completo la entrada de la cueva y nadie volvió a saber de ella.


La niña de los tres maridos

Un padre tenía una hija muy hermosa, pero terca y decidida. Esto a él no le parecía mal, mas un día se presentaron tres jóvenes, a cual más apuesto, y los tres le pidieron la mano de su hija; el padre, después de que hubo hablado con ellos, dijo que los tres tenían su beneplácito y que, en consecuencia, fuera su hija la que decidiese con cuál de ellos se quería casar.

Conque le preguntó a la niña y ella le contestó que con los tres.

–Hija mía –dijo el buen hombre–, comprende que eso es imposible. Ninguna mujer puede tener tres maridos.

–Pues yo elijo a los tres –contestó la niña tan tranquila.

El padre volvió a insistir:

–Hija mía, ponte en razón y no me des más quebraderos de cabeza. ¿A cuál de ellos quieres que le conceda tu mano?

–Ya te he dicho que a los tres –contestó la niña. Y no hubo manera de sacarla de ahí.

El padre se quedó dando vueltas en la cabeza al problema, que era un verdadero problema y, a fuerza de pensar, no halló mejor solución que encargar a los tres jóvenes que se fueran por el mundo a buscar una cosa que fuera única en su especie; y aquel que trajese la mejor y la más rara, se casaría con su hija.

Los tres jóvenes se echaron al mundo a buscar y decidieron reunirse un año después a ver qué había encontrado cada uno. Pero por más vueltas que dieron, ninguno acabó de encontrar algo que satisficiera la exigencia del padre, de modo que al cumplirse el año se pusieron en camino hacia el lugar en el que se habían dado cita con las manos vacías.

El primero que llegó se sentó a esperar a los otros dos; y mientras esperaba, se le acercó un viejecillo que le dijo que si quería comprar un espejito.

Era un espejo vulgar y corriente y el joven le contestó que no, que para qué quería él aquel espejo.

Entonces el viejecillo le dijo que el espejo era pequeño y modesto, sí, pero que tenía una virtud, y era que en él se veía a la persona que su dueño deseara ver. El joven hizo una prueba y, al ver que era cierto lo que el viejecillo decía, se lo compró sin rechistar por la cantidad que éste le pidió.

El que llegaba en segundo lugar venía acercándose al lugar de la cita cuando le salió al paso el mismo viejecillo y le preguntó si no querría comprarle una botellita de bálsamo.

–¿Para qué quiero yo un bálsamo –dijo el joven– si en todo el mundo no he encontrado lo que estaba buscando?

Y le dijo el viejecillo:

–Ah, pero es que este bálsamo tiene una virtud, que es la de resucitar a los muertos.
En aquel momento pasaba por allí un entierro y el joven, sin pensárselo dos veces, se fue a la caja que llevaban, echó una gota del bálsamo en la boca del difunto y éste, apenas la tuvo en sus labios, se levantó tan campante, se echó al hombro el ataúd y convidó a todos los que seguían el duelo a una merienda en su casa. Visto lo cual, el joven le compró al viejecillo el bálsamo por la cantidad que éste le pidió.

El tercer pretendiente, entretanto, paseaba meditabundo a la orilla del mar, convencido de que los otros habrían encontrado algo donde él no encontrara nada. Y en esto vio llegar sobre las olas una barca que se llegó hasta la orilla y de la que descendieron numerosas personas. Y la última de esas personas era un viejecillo que se acercó a él y le dijo que si quería comprar aquella barca.

–¿Y para qué quiero yo esa barca –dijo el joven– si está tan vieja que ya sólo ha de valer para hacer leña?

–Pues te equivocas –dijo el viejecillo–, porque esta barca posee una rara virtud y es la de llevar en muy poco tiempo a su dueño y a quienes le acompañen a cualquier lugar del mundo al que deseen ir. Y si no, pregunte a estos pasajeros que han venido conmigo, que hace tan sólo media hora estaban en Roma.

El joven habló con los pasajeros y descubrió que esto era cierto, así que le compró la barca al viejecillo por la cantidad que éste le pidió.

Conque al fin se reunieron los tres en el lugar de la cita, muy satisfechos, y el primero contó que traía un espejo en el que su dueño podía ver a la persona que desease ver; y para probarlo pidió ver a la muchacha de la cual estaban los tres enamorados, pero cuál no sería su sorpresa cuando vieron a la niña muerta y metida en un ataúd.

Entonces dijo el segundo:

–Yo traigo aquí un bálsamo que es capaz de resucitar a los muertos, pero de aquí a que lleguemos ya estará, además de muerta, comida por los gusanos.

–Pues yo traigo una barca que en un santiamén nos pondrá en la casa de nuestra

Y dijo el tercero: amada.

Corrieron los tres a embarcarse y, efectivamente, al poco tiempo echaron pie a tierra muy cerca del pueblo de la niña y fueron en su busca.

Allí estaba ya todo dispuesto para el entierro y el padre, desconsolado, aún no se decidía a cerrar el ataúd y dar la orden de enterrarla.
Entonces llegaron los tres jóvenes y fueron a donde yacía la niña; y se acercó el que tenía el bálsamo y vertió unas gotas en su boca. Y apenas las tuvo sobre sus labios, la niña se levantó feliz y radiante.

Todo el mundo celebró con alborozo la acción del pretendiente y en seguida decidió el padre que éste era el que debería casarse con su hija, pero entonces los otros dos

–Si no hubiese sido por mi espejo, no hubiéramos sabido del suceso y la niña estaría protestaron, y dijo el primero: muerta y enterrada.

Y dijo el de la barca:

–Si no llega a ser por mi barca, ni el espejo ni el bálsamo la hubieran vuelto a la vida.

Conque el padre, con gran disgusto, se quedó de nuevo meditando cuál habría de ser la solución. Y la niña, dirigiéndose a él, le dijo entonces:

–¿Lo ve usted, padre, cómo me hacían falta los tres?

Y colorín, colorete, con este cuento y el siguiente ya irán siete.


El alfiletero de la anjana

En Cantabria hay unas brujas llamadas anjanas, que poseen grandes poderes y que premian a los buenos y castigan a los malos. Y también hay una especie de brujos que sólo piensan en hacer daño a la gente y se llaman ojáncanos, porque tienen un solo ojo en medio de la frente. Los ojáncanos viven en cuevas y son enemigos de siempre de las anjanas.

Un día, una anjana perdió un alfiletero que tenía cuatro alfileres con un brillante cada uno y tres agujas de plata con el ojo de oro.

Una pobre que andaba pidiendo limosna de pueblo en pueblo lo encontró, pero la alegría le duró poco porque en seguida pensó que, si intentaba venderlo, todos pensarían que lo había robado. Así que, no sabiendo qué hacer con él, resolvió guardarlo. Esta pobre vivía con un hijo que la ayudaba a buscarse el sustento, pero un día su hijo fue al monte y no volvió, porque lo había cogido un ojáncano.

Desconsolada al ver que pasaban los días y que su hijo no volvía, la pobre siguió pidiendo limosna y guardaba el alfiletero en el bolsillo. Pero no sabía que al hijo le había cogido el ojáncano y lo creyó perdido y muerto y lo lloró amargamente, pues era su

único hijo.

Un día que andaba pidiendo, pasó ante una vieja que cosía. Justo al pasar la pobre, a la vieja se le rompió la aguja y le dijo a la pobre:

–¿No tendrá usted una aguja por casualidad?

La pobre lo pensó durante unos momentos y al fin le contestó:

–Sí que tengo, que acabo de encontrar un alfiletero que tiene tres, así que tome usted una –y se la dio a la vieja.

Siguió la pobre su camino y pasó delante de una muchacha muy guapa que estaba cosiendo y le sucedió lo mismo y le dio la segunda aguja del alfiletero.

Y más tarde pasó junto a una niña que estaba cosiendo y ocurrió lo mismo y la pobre le dio la tercera aguja.

Entonces ya sólo le quedaban los alfileres del alfiletero, pero sucedió que un poco más adelante se encontró con una mujer joven que se había clavado una espina en el pie y la mujer le preguntó si no tendría un alfiler para ayudarla a sacarse la espina y, claro, la pobre le dio uno de sus alfileres. Y todavía volvió a encontrarse con otra muchacha que lloraba con desconsuelo porque se le había roto la falda de su vestido, con lo que la pobre empleó sus tres últimos alfileres en recomponer la falda y con esto se quedó con el alfiletero vacío.

Al final, su camino la llevó al río, pero no tenía puente por donde atravesarlo, de manera que empezó a caminar por la orilla con la esperanza de encontrar un vado, cuando en éstas oyó al alfiletero que le decía:

–Apriétame a la orilla del río.

La pobre hizo lo que el alfiletero le decía y de repente apareció un sólido madero cruzando el río de lado a lado y la pobre pasó sobre él y alcanzó la otra orilla. Entonces el alfiletero le dijo:

–Cada vez que desees algo o necesites ayuda, apriétame.

La pobre siguió su camino, pero tuvo la mala suerte de no encontrar casa alguna donde poder llamar y empezó a sentir hambre. Entonces se acordó del alfiletero y se dijo:

«¿Y si el alfiletero me diese algo de comer?».

Apretó el alfiletero y en sus manos apareció un pan recién horneado, por lo que, muy contenta, se lo comió mientras proseguía su camino. Luego, al poco tiempo, alcanzó a ver una casa a la que se dirigió sin demora para pedir limosna, pero en la casa sólo había una mujer que estaba llorando la pérdida de su hija porque se la había arrebatado un ojáncano. Compadecida, la pobre le dijo que ella misma iría al bosque a ver si podía encontrar a su hija. se quedó esperando.

En seguida se acordó del alfiletero y, no sabiendo por dónde empezar a buscar, lo apretó fuertemente y apareció una corza con un lucero en la frente. La corza achó a andar y la pobre se fue tras ella hasta que el animal se detuvo ante una gran piedra y allí

Desconcertada, la pobre volvió a apretar el alfiletero y apareció un martillo. Cogió el martillo y golpeó la piedra con todas sus fuerzas y ésta se rompió en pedazos y apareció la cueva del ojáncano. Entonces se adentró en ella acompañada de la corza y, aunque la cueva estaba en la más completa oscuridad, el lucero en la frente de la corza les iluminaba el camino. Y recorrieron la cueva por todos sus rincones hasta que en uno de ellos la pobre vio a un muchacho dormido y reconoció que era su hijo, al que el ojáncano había robado hacía tiempo, y le despertó y se abrazaron con inmensa alegría los dos y, en seguida, se apresuraron a salir de la cueva con la ayuda de la corza.

Volvieron a la casa de la mujer que lloraba la pérdida de su hija, pero entonces la pobre vio que ya no lloraba y reconoció por su porte que era una anjana. Y la anjana le dijo:

–Ésta es tu casa desde ahora. No dejes volver más al bosque a tu hijo sin cuidado. Y ahora aprieta por última vez el alfiletero.

La pobre lo apretó y aparecieron cincuenta ovejas, cincuenta cabras y seis vacas. Y así que terminaron de contarlas vieron que la corza, la anjana y el alfiletero habían desaparecido.


Periquillo

Había un matrimonio de labradores que eran los dos tan pequeños que la gente los conocía por el apodo de «los cañamones». Eso a ellos no les incomodaba, pero, en cambio, se lamentaban de no tener hijos. Cuando los oían lamentarse, la gente les decía:

–Y para qué queréis un hijo, si va a ser un cañamón.

Y los dos respondían:

–Bueno y qué; pues, cañamón y todo, queremos tener un hijo.

Y así fue que Dios les concedió un hijo y nació tan pequeño como un cañamón; le llamaron Periquillo y, como no creció ni una cuarta más, con Periquillo se quedó.

Conque pasó el tiempo y Periquillo fue cumpliendo años tan diminuto como siempre, pero era un muchacho voluntarioso que no se arredraba por ser tan pequeño. Un día que su padre se había ido a trabajar al campo desde por la mañana temprano, le dijo a su madre, que estaba preparando la burra con la comida para llevársela a su padre:

–Madre, déjeme a la burra, que yo le llevo la comida a padre.

Y la madre le contestó:

–¿Cómo se la vas a llevar tú, con lo pequeño que eres?

Y Periquillo le contestó:

–Usted termine de prepararla, que yo la llevo.

La madre puso la albarda a la burra y metió la comida en ella junto con otras cosas que el padre necesitaba. Y en cuanto hubo acabado de hacer esto, Periquillo saltó a la albarda, trepó por ella, corrió por el cuello de la burra, se instaló en una de sus orejas y le

La burra echó a andar. E iban los dos por el camino cuando aparecieron tres ladrones dijo tranquilamente:

–¡Arre, burra! detrás de una peña y se dijeron:

–Vamos por esa burra, que va sola.

Periquillo, que les oyó porque tenía un oído muy fino, dijo con voz muy fuerte para que le oyeran:

–¡Al que se acerque a la burra lo mato y lo descuartizo!

Y la burra aceleró el paso, pero los ladrones se quedaron quietos tratando de adivinar dónde se escondía el que les había hablado.

Conque llegó Periquillo a donde estaba su padre trabajando y le dijo:

–Ea, padre, que aquí le traigo su comida.

Y el padre, que sólo veía a la burra albardada, dijo:

–¿Dónde estás, hijo, que no te veo? –pues había reconocido su voz.

Y Periquillo le contestó:

–Que estoy aquí, en la oreja de la burra –y salió y se apeó de un salto.
Entonces le dijo Periquillo a su padre:

–Padre, ¿le hago unos surcos mientras usted come?

Y dijo el padre:

–¿Y cómo los vas a hacer? Con lo pequeño que eres tú, no puedes con los bueyes.

–Que que puedo –contestó el niño. Y mientras su padre comía, se subió al yugo que uncía a los bueyes y empezó a darles voces a los animales. Al oírlo, los bueyes echaron a andar e hicieron un surco, y volvieron e hicieron otro, y así sucesivamente, yendo y viniendo y haciendo surcos hasta que su padre terminó de comer. Y ya, luego, siguieron toda la tarde juntos hasta la hora de ponerse el sol, en que se volvieron todos a casa. El padre metió los bueyes en la cuadra y preparó el forraje de unos y otros, y Periquillo, que estaba muy cansado, se echó en el pesebre del buey Colorao y se quedó dormido. Y el buey Colorao empezó a comer y, sin darse cuenta, se tragó a Periquillo.

En esto llegó la hora de cenar y llamaron al niño, pero por más que lo buscaban el niño no aparecía por ninguna parte. Empezaron a buscarlo por toda la casa y cuando el padre pasó por la cuadra oyó a Periquillo que hablaba desde dentro del buey y le decía:

–Padre, mata al buey Colorao, que se me ha comido entero.

Conque el padre sacó el buey al campo, lo mató y lo abrió con un cuchillo, pero por más que miró en las tripas y en todas partes, no encontró a Periquillo; y allí se quedó el buey muerto hasta que acertó a pasar un lobo que merodeaba por el pueblo y que se zampó las tripas del buey y a Periquillo con ellas.

Al día siguiente iba el lobo buscando ganado para comer y Periquillo, que lo sintió, empezó a gritar:

–¡Pastores, que viene el lobo!

Los pastores, que oyeron sus voces, rodearon al lobo y lo mataron a bastonazos.

Cuando lo hubieron matado, empezaron a abrirlo con sus cuchillos y Periquillo, desde dentro, les decía que anduvieran con cuidado, no fueran a herirle a él, pero por más que miraron los pastores, no vieron a Periquillo. Entonces uno de los pastores decidió hacerse un tambor con la piel del lobo para acudir con él a las fiestas de su pueblo, y Periquillo se quedó metido dentro del tambor sin que nadie se diera cuenta.
El pastor guardó el tambor junto a una enorme encina y se fue con los otros. Periquillo se dedicó a rascar la piel del tambor con todas sus fuerzas y, poco a poco, consiguió abrir un pequeño agujero por el que asomar la cabeza. Y cuando la asomó vio venir a dos ladrones cargados con un gran talego de dinero, que lo escondieron en el hueco de la encina y antes de marcharse dijeron:

–Aquí estará seguro esta noche y mañana nos repartiremos el dinero.

Así que desaparecieron, Periquillo sacó la cabeza del tambor y luego el cuerpo haciendo fuerza y en cuanto estuvo fuera, echó a correr para su casa. Y allí estaban sus padres, tristes y desconsolados, que se pusieron tan contentos cuando vieron llegar a

Periquillo sano y salvo. Entonces Periquillo les contó todo lo que le había pasado desde que se lo comiera el buey y también lo que había visto de los ladrones. Conque su padre y él se fueron hasta la encina, sacaron el talego escondido, vieron que estaba lleno de monedas de oro y se lo llevaron a casa. Y el padre compró otro buey como Colorao y aún les sobró dinero para comprar muchas más cosas que necesitaban.


Esta definición de Diccionario del Español de México (DEM) El Colegio de México, A.C.