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Españoles
AYUDA
La
misa
de
las
ánimas
Pues
eran
un
padre
y
una
madre
y
ambos
eran
muy
pobres
y
tenían
tres
hijos
pequeños.
Pero
es
que,
además
de
ser
tan
pobres,
el
padre
tuvo
un
día
que
dejar
de
trabajar
porque
se
puso
enfermo
y
sólo
quedaba
la
madre
para
buscar
el
sustento
de
todos
y
entonces
la
madre,
no
sabiendo
qué
hacer,
tuvo
que
salir
a
pedir
limosna.
Así
que
salió
y
anduvo
todo
un
día
de
acá
para
allá
pidiendo
limosna
y
cuando
ya
caía
la
tarde
había
conseguido
recoger
una
peseta.
Entonces
fue
a
comprar
comida,
porque
quería
preparar
un
cocido
para
que
comieran
los
niños
y
ella
y
su
marido,
pero
resultó
que
aún
le
faltaban
veinte
céntimos,
y
como
no
podía
conseguir
lo
que
faltaba,
pensó:
–¿Para
qué
quiero
esta
peseta
si
no
puedo
llevar
comida
para
todos?
Pues
lo
que
voy
a
hacer
es
pagar
una
misa
con
esta
peseta
que
he
sacado
Y
una
vez
que
lo
pensó
se
dijo:
–¿Y
para
quién
diré
la
misa?
Así
que
le
estuvo
dando
vueltas
al
asunto
y
al
cabo
del
rato
dijo:
–Le
voy
a
encargar
al
cura
que
diga
una
misa
por
el
alma
más
necesitada.
Conque
se
fue
a
ver
al
cura,
le
entregó
la
peseta
y
le
dijo:
–Padre,
hágame
usted
el
favor
de
decirme
una
misa
por
el
alma
más
necesitada.
Se
fue
entonces
para
su
casa
y
no
dejaba
de
pensar
en
su
marido
y
en
sus
hijos
que
la
esperaban;
y
en
el
camino
se
cruzó
con
un
señor
muy
puesto
que
le
preguntó:
–¿Dónde
va
usted,
señora?
Y
ella
le
contestó:
–Voy
para
mi
casa.
Mi
marido
está
muy
enfermo
y
somos
muy
pobres
y
tenemos
tres
hijos.
Llevo
todo
el
día
pidiendo,
pero
no
me
dieron
lo
bastante
para
comer
todos
y
como
no
me
llegaba
me
fui
a
ver
al
señor
cura
para
encargarle
una
misa
por
el
alma
más
necesitada.
Entonces
aquel
señor
sacó
un
papel
y
escribió
en
él
un
nombre
y
le
dijo
a
la
mujer:
–Vaya
usted
a
donde
dicen
estas
señas
y
dígale
a
la
señora
que
le
dé
a
usted
La
mujer
no
se
lo
pensó
dos
veces
y
se
encaminó
a
donde
le
había
dicho
aquel
señor
a
Llegó
a
la
casa
que
le
habían
dicho
y
llamó
a
la
puerta
hasta
que
salió
una
criada
que
colocación
en
la
casa.
solicitar
la
colocación.
le
preguntó:
–¿Qué
quiere
usted?
Y
ella
contestó:
–Pues
que
quiero
hablar
con
la
señora.
Conque
la
criada
se
fue
adentro
a
buscar
a
la
señora
y
le
contó
que
en
la
puerta
había
una
pobre
que
pedía
hablar
con
ella.
Y
la
señora
bajó
a
la
puerta
y
le
dijo
la
mujer:
–He
visto
en
la
calle
a
un
señor
que
me
habló
y
me
dijo
que
usted
me
daría
una
colocación
en
la
casa.
Y
le
dijo
la
señora:
–¿Y
quién
era
ese
señor?
Entonces
la
pobre,
que
estaba
en
la
puerta,
miró
dentro
de
la
casa
y
vio
que
en
la
sala
había
un
retrato
del
que
la
había
enviado
allí
y
dijo:
–Ese
señor
que
está
en
el
retrato
es
el
que
me
ha
enviado
aquí.
Y
la
señora
dijo:
–Ése
es
el
retrato
de
mi
hijo,
que
murió
hace
ya
cuatro
años.
–Pues
ése
es
el
que
me
ha
enviado
aquí
–contestó
la
mujer
sin
dudarlo.
Entonces
la
señora
le
preguntó:
–¿Y
cómo
es
que
se
lo
encontró
usted?
Y
ya
le
dijo
la
mujer
pobre:
–Pues
mire
usted,
que
mi
marido
y
yo
somos
muy
pobres
y
tenemos
tres
hijos
que
mantener.
Y
como
ahora
mi
marido
está
muy
enfermo
y
no
tenemos
qué
comer,
yo
salí
esta
mañana
a
pedir
limosna
y
sólo
junté
una
peseta
y
con
eso
no
tenía
bastante
para
comprar
un
cocido
para
todos
y
se
la
di
al
cura
para
que
dijera
una
misa
por
el
alma
más
necesitada.
Luego
volvía
de
la
iglesia
y
me
encontré
a
su
hijo.
A
él
le
conté
lo
mismo
que
le
he
contado
a
usted
y
me
escribió
este
papel
y
me
dijo
que
viniera
aquí.
Entonces
la
señora
le
dijo
a
la
mujer
que
entrara
y
le
dio
colocación.
Además
le
dio
pan
para
que
se
lo
llevara
a
sus
hijos
y
le
encargó
que
volviera
al
día
siguiente
y
los
demás
días
para
servir
en
la
casa.
Y
a
los
cinco
días
la
señora
tuvo
una
revelación
y
se
le
apareció
su
hijo
y
le
dijo:
presencia
de
Dios.
subido
al
Cielo.
–Madre,
no
me
llores
más
y
no
vuelvas
a
rezar
por
mí,
que
ya
estoy
glorioso
y
en
Y
era
que
con
aquella
misa
había
acabado
de
pagar
sus
culpas
en
el
Purgatorio
y
había
El
hombre
del
saco
Había
un
matrimonio
que
tenía
tres
hijas
y
como
las
tres
eran
buenas
y
trabajadoras
les
regalaron
un
anillo
de
oro
a
cada
una
para
que
lo
lucieran
como
una
prenda.
Y
un
buen
día,
las
tres
hermanas
se
reunieron
con
sus
amigas
y,
pensando
qué
hacer,
se
dijeron
unas
a
otras:
–Pues
hoy
vamos
a
ir
a
la
fuente.
Que
era
una
fuente
que
quedaba
a
las
afueras
del
pueblo.
Entonces
la
más
pequeña
de
las
hermanas,
que
era
cojita,
le
preguntó
a
su
madre
si
podía
ir
a
la
fuente
con
las
demás;
y
le
dijo
la
madre:
–No
hija
mía,
no
vaya
a
ser
que
venga
el
hombre
del
saco
y,
como
eres
cojita,
te
alcance
y
te
agarre.
Pero
la
niña
insistió
tanto
que
al
fin
su
madre
le
dijo:
–Bueno,
pues
anda,
vete
con
ellas.
Y
allá
se
fueron
todas.
La
cojita
llevó
además
un
cesto
de
ropa
para
lavar
y
al
ponerse
a
lavar
se
quitó
el
anillo
y
lo
dejó
en
una
piedra.
En
esto,
que
estaban
alegremente
jugando
en
torno
a
la
fuente
cuando,
de
pronto,
vieron
venir
al
hombre
del
saco
y
se
dijeron
unas
a
otras:
salieron
corriendo
a
todo
correr.
–Corramos,
por
Dios,
que
ahí
viene
el
hombre
del
saco
para
llevarnos
a
todas
–y
La
cojita
también
corría
con
ellas,
pero
como
era
cojita
se
fue
retrasando;
y
todavía
corría
para
alcanzarlas
cuando
se
acordó
de
que
se
había
dejado
su
anillo
en
la
fuente.
Entonces
miró
para
atrás
y,
como
no
veía
al
hombre
del
saco,
volvió
a
recuperar
su
anillo;
buscó
la
piedra,
pero
el
anillo
ya
no
estaba
en
ella
y
empezó
a
mirar
por
aquí
y
por
allá
por
ver
si
había
caído
en
alguna
parte.
Entonces
apareció
junto
a
la
fuente
un
viejo
que
no
había
visto
nunca
antes
y
le
dijo
la
cojita:
–¿Ha
visto
usted
por
aquí
un
anillo
de
oro?
Y
el
viejo
le
contestó:
–Sí,
que
en
el
fondo
de
este
costal
está
y
ahí
lo
has
de
encontrar.
Conque
la
cojita
se
metió
en
el
costal
a
buscarlo
sin
sospechar
nada
y
el
viejo,
que
era
el
hombre
del
saco,
en
cuanto
ella
se
metió
dentro
cerró
el
costal,
se
lo
echó
a
las
espaldas
con
la
niña
guardada
y
se
marchó
camino
adelante,
pero
en
vez
de
ir
hacia
el
pueblo
de
la
niña,
tomó
otro
camino
y
se
marchó
a
un
pueblo
distinto.
E
iba
el
viejo
de
lugar
en
lugar
buscándose
la
vida,
así
que
por
el
camino
le
dijo
a
la
niña:
–Cuando
yo
te
diga:
«Canta,
saco,
o
te
doy
un
sopapo»,
tienes
que
cantar
dentro
del
saco.
Y
ella
contestó
que
bueno,
que
lo
haría
así.
Y
fueron
de
pueblo
en
pueblo
y
allí
donde
iban
el
viejo
reunía
a
los
vecinos
y
decía:
–Canta,
saco,
o
te
doy
un
sopapo.
Y
la
niña
cantaba
desde
el
saco:
–Por
un
anillo
de
oro
que
en
la
fuente
me
dejé
estoy
metida
en
el
saco
y
en
el
saco
moriré.
–Canta,
saco,
o
te
doy
un
sopapo.
Y
la
niña
cantó:
–Por
un
anillo
de
oro
que
en
la
fuente
me
dejé
estoy
metida
en
el
saco
y
en
el
saco
moriré.
Y
el
saco
que
cantaba
era
la
admiración
de
la
gente
y
le
echaban
monedas
o
le
daban
comida.
En
esto
que
el
viejo
llegó
con
su
carga
a
una
casa
donde
era
conocida
la
niña
y
él
no
lo
sabía;
y,
como
de
costumbre,
posó
el
saco
en
el
suelo
delante
de
la
concurrencia
y
dijo:
Así
que
oyeron
en
la
casa
la
voz
de
la
niña,
corrieron
a
llamar
a
sus
hermanas
y
éstas
vinieron
y
conocieron
la
voz
y
entonces
le
dijeron
al
viejo
que
ellas
le
daban
posada
aquella
noche
en
la
casa
de
sus
padres;
y
el
viejo,
pensando
en
cenar
de
balde
y
dormir
en
cama,
se
fue
con
ellas.
dijeron
al
viejo:
Conque
llegó
el
viejo
a
la
casa
y
le
pusieron
la
cena,
pero
no
había
vino
en
la
casa
y
le
–Ahí
al
lado
hay
una
taberna
donde
venden
buen
vino;
si
usted
nos
hace
el
favor,
vaya
comprar
el
vino
con
este
dinero
que
le
damos
mientras
terminamos
de
preparar
la
cena.
Y
el
viejo,
que
vio
las
monedas,
se
apresuró
a
ir
por
el
vino
pensando
en
la
buena
limosna
que
recibiría.
Cuando
el
viejo
se
fue,
los
padres
sacaron
a
la
niña
del
saco,
que
les
contó
todo
lo
que
le
había
sucedido,
y
luego
la
guardaron
en
la
habitación
de
las
hermanas
para
que
el
viejo
no
la
viera.
Y,
después,
cogieron
un
perro
y
un
gato
y
los
metieron
en
el
saco
en
lugar
de
la
niña.
Al
poco
rato
volvió
el
viejo,
que
comió
y
bebió
y
después
se
acostó.
Al
día
siguiente
el
viejo
se
levantó,
tomó
su
limosna
y
salió
camino
de
otro
pueblo.
Cuando
llegó
al
otro
pueblo,
reunió
a
la
gente
y
anunció
como
de
costumbre
que
llevaba
consigo
un
saco
que
cantaba
y,
lo
mismo
que
otras
veces,
se
formó
un
corro
de
gente
y
recogió
unas
monedas,
y
luego
dijo:
–Canta,
saco,
o
te
doy
un
sopapo.
Mas
hete
aquí
que
el
saco
no
cantaba
y
el
viejo
insistió:
–Canta,
saco,
o
te
doy
un
sopapo.
Y
el
saco
seguía
sin
cantar
y
ya
la
gente
empezaba
a
reírse
de
él
y
también
a
amenazarle.
Por
tercera
vez
insistió
el
viejo,
que
ya
estaba
más
que
escamado
y
pensando
hacer
un
buen
escarmiento
con
la
cojita
si
ésta
no
abría
la
boca:
–¡Canta,
saco,
o
te
doy
un
sopapo!
Y
el
saco
no
cantó.
Así
que
el
viejo,
furioso,
la
emprendió
a
golpes
y
patadas
con
el
saco
para
que
cantase,
pero
sucedió
que,
al
sentir
los
golpes,
el
gato
y
el
perro
se
enfurecieron,
maullando
y
ladrando,
y
el
viejo
abrió
el
saco
para
ver
qué
era
lo
que
pasaba
y
entonces
el
perro
y
el
gato
saltaron
fuera
del
saco.
Y
el
perro
le
dio
un
mordisco
en
las
narices
que
se
las
arrancó
y
el
gato
le
llenó
la
cara
de
arañazos
y
la
gente
del
pueblo,
pensando
que
se
había
querido
burlar
de
ellos,
le
midieron
las
costillas
con
palos
y
varas
y
salió
tan
magullado
que
todavía
hoy
le
andan
curando.
Y
colorín
colorado,
este
cuento
se
ha
acabado.
El
aguinaldo
Esto
eran
unos
niños
muy
muy
pobres
que
en
la
víspera
del
día
de
Reyes
iban
caminando
por
un
monte
y,
como
era
invierno,
en
seguida
se
hizo
de
noche,
pero
los
pobrecitos
seguían
andando.
Entonces
se
encontraron
con
una
señora
que
les
dijo:
–¿Adónde
vais
tan
de
noche,
que
está
helando?
¿No
os
dais
cuenta
de
que
os
vais
a
morir
de
frío?
Y
los
niños
le
contestaron:
–Vamos
a
esperar
a
los
Reyes,
a
ver
si
nos
dan
aguinaldo.
Y
la
señora
del
bosque,
que
era
muy
hermosa,
les
dijo:
–Y
¿qué
necesidad
teníais
de
alejaros
tanto
de
vuestra
casa?
Para
esperar
a
los
Reyes
sólo
habéis
de
poner
vuestros
zapatitos
en
el
balcón
y
después
acostaros
tranquilamente
en
vuestras
camitas.
A
lo
que
los
niños
contestaron:
–Es
que
nosotros
no
tenemos
zapatos,
y
en
nuestra
casa
no
hay
balcón,
y
no
tenemos
camita
sino
un
montón
de
paja...
Además
el
año
pasado
pusimos
nuestras
alpargatas
en
la
ventana,
pero
se
ve
que
los
Reyes
no
las
vieron
porque
no
nos
dejaron
nada.
Así
que
la
señora
del
bosque
se
sentó
en
un
tronco
que
había
en
el
suelo
y
miró
a
los
pequeños,
que
la
contemplaban
ateridos
sin
saber
qué
hacer;
y
ella
les
preguntó
que
si
querían
llevar
una
carta
a
un
palacio
y
los
niños
le
dijeron
que
sí
que
se
la
llevarían;
entonces
ella
buscó
en
una
bolsa
que
llevaba
colgada
de
la
cintura
y
sacó
un
gran
sobre
sellado
que
contenía
la
carta.
–Pues
ésta
es
la
carta
–dijo,
y
se
la
dio.
Luego
les
explicó
cómo
tenían
que
hacer
para
encontrar
el
palacio
y
que
el
camino
era
peligroso
porque
tendrían
que
pasar
ríos
que
estaban
encantados
y
atravesar
bosques
que
estaban
llenos
de
fieras.
–Los
ríos
los
pasaréis
poniéndoos
de
pie
en
la
carta
y
la
misma
carta
os
llevará
a
la
otra
orilla;
y
para
atravesar
los
bosques,
tomad
todos
estos
pedazos
de
carne
que
os
doy
y,
cuando
os
encontréis
con
alguna
fiera,
echadle
un
pedazo,
que
os
dejará
pasar.
Y
en
la
puerta
del
palacio
encontraréis
una
culebra,
pero
no
tengáis
miedo:
echadle
este
panecillo
que
os
doy
y
no
os
hará
nada.
bosque.
Y
los
pobrecitos
cogieron
la
carta,
la
carne
y
el
pan
y
se
despidieron
de
la
señora
del
Conque
siguieron
su
camino
y,
al
poco
rato,
llegaron
a
un
río
de
leche,
después
a
un
río
de
miel,
después
a
un
río
de
vino,
después
a
un
río
de
aceite
y
después
a
un
río
de
vinagre.
Todos
los
ríos
eran
muy
anchos
y
ellos
eran
tan
pequeños
que
les
dio
miedo
no
poder
cruzarlos,
pero
hicieron
como
ella
les
dijo:
echaron
la
carta
al
río,
se
subieron
encima
de
ella
y
la
carta
les
condujo
siempre
a
la
otra
orilla.
Cuando
terminaron
de
cruzar
los
ríos
empezaron
a
encontrar
bosques
y
bosques,
a
cual
más
frondoso
y
oscuro,
donde
les
salían
fieras
que
parecía
que
los
iban
a
devorar.
Unas
veces
eran
lobos,
otras
tigres,
otras
leones,
todos
prestos
a
devorarlos,
pero
en
cuanto
les
echaban
uno
de
los
pedazos
de
carne
que
la
señora
del
bosque
les
había
dado,
las
fieras
los
cogían
con
sus
bocas
y
desaparecían
en
lo
hondo
del
bosque,
dejándolos
continuar
su
camino.
Hasta
que
por
fin,
cuando
ya
había
caído
la
noche,
vieron
a
lo
lejos
el
palacio
y
corrieron
hacia
él.
Pero
delante
del
palacio
había
una
enorme
culebra
negra
que,
apenas
los
vio,
se
levantó
sobre
su
cola
amenazando
con
comérselos
vivos
con
su
inmensa
boca;
pero
los
niños
le
echaron
el
panecillo
y
la
culebra
no
les
hizo
nada
y
los
dejó
pasar.
Entraron
los
niños
en
el
palacio
y
en
seguida
salió
a
recibirlos
un
criado
negro,
vestido
de
colorado
y
de
verde,
con
muchos
cascabeles
que
sonaban
al
andar;
entonces
los
niños
le
entregaron
la
carta
y
el
criado
negro,
al
verla,
empezó
a
dar
saltos
de
alegría
y
fue
a
llevársela
en
una
bandeja
de
plata
a
su
señor.
El
señor
era
un
príncipe
que
estaba
encantado
en
aquel
palacio
y
en
cuanto
cogió
la
carta
se
desencantó;
así
es
que
ordenó
a
su
criado
que
le
trajera
inmediatamente
a
los
niños
y
les
dijo:
–Yo
soy
un
príncipe
que
estaba
encantado
y
vuestra
carta
me
ha
librado
del
encantamiento,
así
que
venid
conmigo.
Y
los
llevó
a
una
gran
sala
donde
había
quesos
de
todas
clases,
y
requesón,
y
jamón
en
dulce,
y
miles
de
golosinas
más,
para
que
comieran
todo
lo
que
quisieran.
Después
los
llevó
a
otra
sala
y
en
ésta
había
huevo
hilado,
yemas
de
coco,
peladillas,
pasteles
de
muchas
clases
y
miles
de
confituras
más,
para
que
comieran
lo
que
quisieran.
Y
después
los
llevó
a
otra
sala
donde
había
caballos
de
cartón,
escopetas,
sables,
aros,
muñecas,
tambores
y
miles
de
juguetes
más,
para
que
cogieran
los
que
quisieran.
Y
después
de
todo
eso,
y
de
besarlos
y
abrazarlos,
les
dijo:
–¿Veis
este
palacio
y
estos
jardines
y
estos
coches
con
sus
caballos?
Pues
todo
es
para
vosotros
porque
éste
es
vuestro
aguinaldo
de
Reyes.
Y
ahora
vamos
en
uno
de
estos
coches
a
buscar
a
vuestros
padres
para
que
se
vengan
a
vivir
con
nosotros.
Los
criados
engancharon
un
lujoso
coche
y
se
fue
el
príncipe
con
los
niños
a
buscar
a
sus
padres.
Y
ya
todo
el
camino
era
una
carretera
muy
ancha
y
muy
bien
cuidada
y
los
ríos
y
los
bosques
y
las
fieras
habían
desaparecido.
Y
luego
volvieron
todos
muy
contentos
al
palacio
y
vivieron
muy
felices.
Los
siete
conejos
blancos
Un
rey
tenía
una
hija
muy
hermosa
a
la
que
amaba
con
todo
su
corazón.
Su
esposa,
la
reina,
había
educado
con
mucho
cariño
y
atención
a
la
princesa
y
le
había
enseñado
a
coser
y
bordar
de
manera
primorosa,
por
lo
que
la
princesa
disfrutaba
muchísimo
haciendo
toda
clase
de
labores.
La
habitación
de
la
princesa
tenía
un
balcón
que
daba
al
campo.
Un
día
se
sentó
a
coser
en
el
balcón,
como
solía
hacer
a
menudo;
entre
puntada
y
puntada
contemplaba
los
magníficos
campos
que
se
extendían
ante
el
castillo,
los
bosques
y
las
colinas,
cuando,
de
pronto,
vio
venir
a
siete
conejos
blancos
que
hicieron
una
rueda
bajo
su
balcón.
Estaba
tan
entretenida
y
admirada
observando
a
los
conejos
que,
en
un
descuido,
se
le
cayó
el
dedal;
uno
de
los
conejos
lo
cogió
con
la
boca
y
todos
deshicieron
la
rueda
y
echaron
a
correr
hasta
que
los
perdió
de
vista.
Al
día
siguiente
volvió
a
ponerse
a
coser
en
el
balcón
y,
al
cabo
del
rato,
vio
que
llegaban
los
siete
conejos
blancos
y
que
formaban
una
rueda
bajo
ella.
Y
al
inclinarse
para
verlos
mejor,
a
la
princesa
se
le
cayó
una
cinta,
la
cogió
uno
de
los
conejos
con
la
boca
y
todos
echaron
a
correr
otra
vez
hasta
que
se
perdieron
de
vista.
Al
día
siguiente
volvió
a
ocurrirle
lo
mismo,
pero
esta
vez
lo
que
perdió
fueron
las
tijeras
de
costura.
Y
después
de
las
tijeras
fueron
un
carrete
de
hilo,
un
cordón
de
seda,
un
alfiletero,
una
peineta...
Y
a
partir
de
entonces
los
conejos
ya
no
volvieron
a
aparecer
más.
Como
los
conejos
ya
no
volvían,
por
más
que
ella
saliera
todos
los
días
al
balcón,
la
princesa
acabó
enfermando
de
tristeza
y
la
metieron
en
cama
y
sus
padres
creyeron
que
se
moría.
Pero
el
rey
la
quería
tanto
que
mandó
llamar
a
los
médicos
más
famosos,
y
cuando
éstos
confesaron
que
no
sabían
qué
clase
de
enfermedad
tenía
la
princesa,
mandó
echar
un
pregón
anunciando
que
la
princesa
estaba
enferma
de
una
enfermedad
desconocida
y
que
cualquier
persona
que
tuviera
confianza
en
poder
curarla
acudiera
de
inmediato
a
palacio;
y
a
quien
la
curase
le
ofrecía,
si
era
mujer,
una
gran
cantidad
de
dinero,
y
si
era
hombre
sin
impedimento
para
casarse,
la
mano
de
su
hija.
Mucha
gente
acudió
al
pregón
del
rey,
pero
nadie
supo
curar
a
la
princesa,
que
languidecía
sin
remedio.
Un
día,
una
madre
y
una
hija
que
vivían
en
un
pueblo
cercano,
determinaron
acercarse
a
palacio
para
ver
si
lograban
curar
a
la
princesa,
pues
ambas
se
dedicaban
a
la
herboristería
y
confiaban
en
que,
con
su
conocimiento
de
todas
las
plantas
del
reino,
alguna
fórmula
encontrarían
para
poderla
sanar.
Conque
se
pusieron
en
camino.
E
iban
de
camino
cuando
decidieron
ganar
tiempo
tomando
un
atajo;
y
cuando
iban
por
el
atajo,
decidieron
hacer
un
alto
para
comer
y
descansar
un
poco.
Pero
quiso
la
suerte
que,
al
sacar
el
pan,
se
les
cayera
rodando
por
la
loma
en
cuyo
alto
habían
tomado
asiento
y
las
dos,
sin
dudarlo,
corrieron
tras
él
hasta
que
lo
vieron
caer
dentro
de
un
agujero
que
había
al
pie
de
la
loma.
Conque
llegaron
hasta
él
y,
al
agacharse
para
recuperarlo,
vieron
que
el
agujero
comunicaba
con
una
gran
cueva
que
estaba
iluminada
por
dentro.
Mirando
por
el
agujero,
vieron
una
mesa
puesta
con
siete
sillas
y,
a
poco,
vieron
a
siete
conejos
blancos
que
entraron
en
la
cueva
y,
quitándose
el
pellejo,
se
convirtieron
en
siete
príncipes
y
los
siete
se
sentaron
alrededor
de
la
mesa.
Entonces
oyeron
a
uno
de
ellos
decir,
mientras
cogía
un
dedal
de
la
mesa:
–Éste
es
el
dedal
de
la
princesa.
¡Quién
la
tuviera
aquí!
–Ésta
es
la
cinta
de
la
princesa.
¡Quién
la
tuviera
aquí!
–Éstas
son
las
tijeras
de
la
princesa.
¡Quién
la
tuviera
aquí!
Y
así
sucesivamente,
uno
tras
otro,
hasta
hablar
los
siete.
Las
dos
mujeres
se
retiraron
prudentemente
y
sin
hacer
ruido,
pero
antes
de
alejarse
se
fijaron
en
que
no
lejos
del
agujero
había
una
puerta
muy
bien
disimulada
entre
la
Entonces
se
apresuraron
a
llegar
a
palacio
y,
una
vez
allí,
pidieron
ver
a
la
princesa.
La
princesa
estaba
acostada
y
ya
no
deseaba
ver
a
nadie
más,
pero
las
dos
mujeres
empezaron
a
hablar
con
ella
y
le
contaron
quiénes
eran
y
a
qué
se
dedicaban
y,
por
fin,
le
contaron
el
viaje
que
habían
hecho
y,
contándole
el
viaje,
le
relataron
la
misteriosa
escena
de
la
cueva
y
los
siete
conejos
blancos.
En
este
punto,
la
princesa
se
enderezó
en
su
cama
y
pidió
que
le
trajeran
algo
de
Y
a
otro:
Y
a
otro:
maleza.
comer.
Y
el
rey,
al
enterarse,
fue
inmediatamente
a
su
habitación
lleno
de
contento,
pues
era
la
primera
vez
que
la
princesa
quería
comer
desde
que
cayera
enferma.
–Padre
–le
dijo
la
princesa–,
ya
me
voy
a
curar,
pero
me
tengo
que
ir
con
estas
señoras.
–¡Eso
no
puede
ser!
–protestó
el
rey–.
¡Aún
estás
demasiado
débil!
–Pues
así
ha
de
ser
–dijo
la
princesa,
empeñada.
Y
el
rey
comprendió
que
no
tenía
más
remedio
que
ceder
y
ordenó
que
preparasen
su
coche.
Partieron
en
seguida
las
tres
y,
a
la
mitad
del
camino,
allí
donde
las
mujeres
le
dijeran,
la
princesa
ordenó
detener
el
coche
y
las
tres
se
apearon
para
buscar
la
cueva,
que
se
hallaba
bastante
apartada
del
camino.
Por
fin
llegaron
al
agujero
y
a
la
puerta
disimulada
y
miraron
por
uno
y
otra,
pero
no
veían
nada
y
la
noche
comenzaba
a
echárseles
encima
en
aquel
paraje.
Tanto
oscureció
que
las
tres
acordaron
volver
al
día
siguiente
a
la
misma
hora
con
la
esperanza
de
tener
mejor
fortuna,
cuando,
de
pronto,
vieron
que
se
iluminaba
el
interior
de
la
cueva
y
vieron
también
a
los
siete
conejos
blancos,
que
se
despojaban
de
sus
pellejos
y
se
convertían
en
príncipes.
Los
siete
se
sentaron
a
la
mesa
y
volvieron
a
repetir
lo
que
las
dos
mujeres
ya
habían
oído:
Y
el
siguiente:
Hasta
el
último:
–Éste
es
el
dedal
de
la
princesa.
¡Quién
la
tuviera
aquí!
–Ésta
es
la
cinta
de
la
princesa.
¡Quién
la
tuviera
aquí!
–Ésta
es
la
peineta
de
la
princesa.
¡Quién
la
tuviera
aquí!
Entonces
la
princesa
dio
un
empujón
a
la
puerta,
entró
y
dijo:
–Pues
aquí
me
tenéis.
Y
escogió
al
que
más
le
gustaba
de
todos;
y
a
las
dos
mujeres
que
tanto
la
habían
ayudado
y
a
los
otros
seis
príncipes
les
pidió
que
la
acompañaran
al
palacio
porque
todos
quedaban
convidados
a
la
boda.
Los
ladrones
arrepentidos
Un
ermitaño
vivía
en
soledad
en
una
ermita
perdida
en
el
monte
y
se
alimentaba
de
lo
que
buenamente
encontraba
en
el
campo;
cuando
no
se
cuidaba
de
su
alimento,
se
dedicaba
a
la
oración,
que
le
llevaba
la
mayor
parte
de
su
tiempo.
Vivía
de
esta
manera
tan
sencilla
y
escondida
porque
era
hombre
que
nunca
había
pecado,
ni
de
obra
ni
de
pensamiento,
y
Dios,
complacido
con
él,
le
envió
un
ángel
para
que
todos
los
días
le
dejara
un
pan
en
la
ermita,
mientras
el
buen
hombre
dormía.
Hasta
que
un
día
en
que
se
había
alejado
bastante
de
su
ermita,
se
cruzó
en
su
camino
con
una
pareja
de
guardias
que
conducían
a
un
preso
y
el
ermitaño
le
dijo
al
preso:
–Así
os
veis
los
que
ofendéis
a
Dios.
La
justicia
os
castiga
y
luego
vuestra
alma
se
la
lleva
el
diablo.
Entonces
Dios
se
ofendió
mucho
por
el
comentario
del
ermitaño,
ya
que
a
aquel
hombre
lo
llevaban
preso
sin
culpa
alguna
y,
para
mostrar
su
enfado,
le
dijo
al
ángel
que
no
volviera
a
llevarle
más
pan.
Cuando
a
la
mañana
siguiente
el
ermitaño
vio
que
el
ángel
no
le
había
dejado
pan,
tal
y
como
le
ordenase
Dios,
comprendió
que
había
cometido
alguna
falta
y
se
echó
a
llorar,
apesadumbrado.
Entonces
vino
el
ángel
trayendo
una
rama
de
zarza
seca
y
le
dijo:
–Dios
te
castiga
por
tu
imprudencia,
pues
el
preso
al
que
acusaste
ayer
era
inocente.
No
te
traigo
ya
pan
sino
una
rama
de
zarza
seca
que
habrás
de
llevar
siempre
contigo
y
la
usarás
de
cabecera
cuando
duermas;
Dios
no
te
perdonará
hasta
que
broten
de
la
zarza
tres
ramas
verdes.
Y
desde
ahora
no
vivirás
del
pan
ni
de
los
frutos
del
campo,
sino
que
habrás
de
abandonar
esta
ermita
y
comer
de
lo
que
obtengas
por
limosna.
Apenas
el
ángel
hubo
dicho
esto,
la
ermita
desapareció,
y
con
ella
el
ángel;
y
entonces
el
ermitaño
sintió
la
soledad
como
un
peso
horrible,
y
volvió
a
llorar
con
gran
amargura.
El
ermitaño
iba
de
pueblo
en
pueblo
pidiendo
limosna
y,
cuando
dormía,
se
ponía
la
zarza
como
almohada.
Así
vivía
hasta
que
un
día
se
le
empezó
a
echar
la
noche
encima
sin
avistar
casa,
ni
pueblo,
ni
aldea
y
ya
desesperaba
de
encontrar
un
lugar
donde
dormir
cuando
alcanzó
a
ver
una
luz
en
la
lejanía
y
se
apresuró
hacia
ella
con
el
ánimo
de
cobijarse
aquella
noche.
Cuando
llegó
a
la
luz,
vio
que
provenía
de
una
cueva
y
el
ermitaño
gritó
desde
la
boca:
–¡Ave
María!
A
sus
gritos
salió
una
vieja
por
saber
qué
quería
y
él
le
dijo
que
sólo
buscaba
un
rincón
donde
echarse
a
pasar
la
noche.
Pero
aquella
cueva
era
una
cueva
de
ladrones
y
la
vieja
le
aconsejó
que
se
fuera
porque
si
venían
los
ladrones
le
matarían
para
que
no
los
denunciase;
pero
al
ver
el
cansancio
y
la
soledad
del
ermitaño,
la
vieja
se
compadeció
de
él,
porque
además
era
una
noche
muy
oscura,
y
le
escondió
en
el
fondo
de
la
cueva,
donde
no
le
vieran
los
ladrones,
que
nunca
llegaban
hasta
allí.
En
esto
llegaron
los
ladrones
cargados
de
sacos,
talegos
y
cofres,
porque
aquel
día
habían
hecho
un
robo
muy
grande
y
era
tanto
el
botín
que
decidieron
llevarlo
al
fondo
de
la
cueva.
Y
allí
vieron
al
ermitaño
y
le
cogieron
y
le
sacaron
afuera
y
el
capitán
de
los
ladrones
le
preguntó
a
la
vieja
quién
era
ese
hombre
y
qué
hacía
escondido
en
el
fondo
de
la
cueva.
Y
la
vieja
le
contestó:
mañana
al
hacerse
el
día
se
irá.
–Es
un
pobre
de
pedir
limosna,
que
andaba
perdido
y
venía
buscando
cobijo,
pero
–¡Estúpida
vieja!
–dijo
el
capitán–.
Mañana
cuando
se
vaya
correrá
a
escape
a
denunciarnos,
pero
yo
lo
he
de
matar
ahora
mismo.
Sacó
su
puñal
para
matar
al
ermitaño
y
la
vieja,
gimiendo
y
llorando,
le
pidió
que
no
lo
hiciera.
–¡No
lo
mates,
que
es
un
buen
hombre
y
no
dirá
nada!
Entonces
el
ermitaño
se
adelantó
hacia
el
capitán
y
dijo:
–Déjale
que
haga
lo
que
quiera,
mujer,
que
será
designio
de
Dios.
Porque
yo
vivía
en
una
ermita
solo
y
apartado
y
dedicado
a
la
oración
y
porque
ofendí
a
un
preso
que
era
inocente
llamándole
ladrón,
Dios
me
ha
castigado
a
vagar
por
el
mundo
viviendo
de
limosna
y
no
me
perdonará
hasta
que
no
broten
tres
ramas
verdes
de
esta
zarza
seca
que
llevo
conmigo.
Al
escuchar
esto,
dijo
el
capitán:
–Vuélvete
a
tu
rincón
y
mañana,
apenas
amanezca,
te
vas
de
aquí
sin
mirar
atrás.
El
ermitaño
se
fue
a
acostar
y
los
ladrones
se
quedaron
pensativos.
Y
la
vieja
dijo:
–Si
Dios
le
ha
castigado
nada
más
que
por
un
mal
pensamiento
¿qué
no
hará
con
nosotros,
que
somos
ladrones?
Y
los
ladrones
siguieron
pensativos
hasta
que
el
capitán
les
mandó
acostarse
a
todos.
A
la
mañana
siguiente,
apenas
amaneció,
fue
el
capitán
a
ver
si
el
ermitaño
se
había
ido
y
lo
encontró
muerto
en
su
rincón,
con
la
cabeza
apoyada
en
la
zarza
seca,
a
la
que
le
habían
brotado
tres
ramas
verdes.
Llamó
a
los
demás
ladrones
y
les
dijo
que
allí
mismo
quedaba
deshecha
la
partida.
Los
ladrones
y
la
vieja
se
arrodillaron
y
se
arrepintieron
de
todo
lo
malo
que
habían
hecho
hasta
entonces,
luego
hicieron
un
hoyo
a
la
entrada
de
la
cueva
y
enterraron
en
él
al
ermitaño
y
la
zarza
y,
dejando
todos
sus
tesoros
en
la
cueva,
se
marcharon
cada
uno
por
su
lado
para
llevar
otra
vida.
Y
la
zarza
echó
las
tres
ramas
fuera
y
creció
y
se
enmarañó
tanto
que
cubrió
por
completo
la
entrada
de
la
cueva
y
nadie
volvió
a
saber
de
ella.
La
niña
de
los
tres
maridos
Un
padre
tenía
una
hija
muy
hermosa,
pero
terca
y
decidida.
Esto
a
él
no
le
parecía
mal,
mas
un
día
se
presentaron
tres
jóvenes,
a
cual
más
apuesto,
y
los
tres
le
pidieron
la
mano
de
su
hija;
el
padre,
después
de
que
hubo
hablado
con
ellos,
dijo
que
los
tres
tenían
su
beneplácito
y
que,
en
consecuencia,
fuera
su
hija
la
que
decidiese
con
cuál
de
ellos
se
quería
casar.
Conque
le
preguntó
a
la
niña
y
ella
le
contestó
que
con
los
tres.
–Hija
mía
–dijo
el
buen
hombre–,
comprende
que
eso
es
imposible.
Ninguna
mujer
puede
tener
tres
maridos.
–Pues
yo
elijo
a
los
tres
–contestó
la
niña
tan
tranquila.
El
padre
volvió
a
insistir:
–Hija
mía,
ponte
en
razón
y
no
me
des
más
quebraderos
de
cabeza.
¿A
cuál
de
ellos
quieres
que
le
conceda
tu
mano?
–Ya
te
he
dicho
que
a
los
tres
–contestó
la
niña.
Y
no
hubo
manera
de
sacarla
de
ahí.
El
padre
se
quedó
dando
vueltas
en
la
cabeza
al
problema,
que
era
un
verdadero
problema
y,
a
fuerza
de
pensar,
no
halló
mejor
solución
que
encargar
a
los
tres
jóvenes
que
se
fueran
por
el
mundo
a
buscar
una
cosa
que
fuera
única
en
su
especie;
y
aquel
que
trajese
la
mejor
y
la
más
rara,
se
casaría
con
su
hija.
Los
tres
jóvenes
se
echaron
al
mundo
a
buscar
y
decidieron
reunirse
un
año
después
a
ver
qué
había
encontrado
cada
uno.
Pero
por
más
vueltas
que
dieron,
ninguno
acabó
de
encontrar
algo
que
satisficiera
la
exigencia
del
padre,
de
modo
que
al
cumplirse
el
año
se
pusieron
en
camino
hacia
el
lugar
en
el
que
se
habían
dado
cita
con
las
manos
vacías.
El
primero
que
llegó
se
sentó
a
esperar
a
los
otros
dos;
y
mientras
esperaba,
se
le
acercó
un
viejecillo
que
le
dijo
que
si
quería
comprar
un
espejito.
Era
un
espejo
vulgar
y
corriente
y
el
joven
le
contestó
que
no,
que
para
qué
quería
él
aquel
espejo.
Entonces
el
viejecillo
le
dijo
que
el
espejo
era
pequeño
y
modesto,
sí,
pero
que
tenía
una
virtud,
y
era
que
en
él
se
veía
a
la
persona
que
su
dueño
deseara
ver.
El
joven
hizo
una
prueba
y,
al
ver
que
era
cierto
lo
que
el
viejecillo
decía,
se
lo
compró
sin
rechistar
por
la
cantidad
que
éste
le
pidió.
El
que
llegaba
en
segundo
lugar
venía
acercándose
al
lugar
de
la
cita
cuando
le
salió
al
paso
el
mismo
viejecillo
y
le
preguntó
si
no
querría
comprarle
una
botellita
de
bálsamo.
–¿Para
qué
quiero
yo
un
bálsamo
–dijo
el
joven–
si
en
todo
el
mundo
no
he
encontrado
lo
que
estaba
buscando?
Y
le
dijo
el
viejecillo:
–Ah,
pero
es
que
este
bálsamo
tiene
una
virtud,
que
es
la
de
resucitar
a
los
muertos.
En
aquel
momento
pasaba
por
allí
un
entierro
y
el
joven,
sin
pensárselo
dos
veces,
se
fue
a
la
caja
que
llevaban,
echó
una
gota
del
bálsamo
en
la
boca
del
difunto
y
éste,
apenas
la
tuvo
en
sus
labios,
se
levantó
tan
campante,
se
echó
al
hombro
el
ataúd
y
convidó
a
todos
los
que
seguían
el
duelo
a
una
merienda
en
su
casa.
Visto
lo
cual,
el
joven
le
compró
al
viejecillo
el
bálsamo
por
la
cantidad
que
éste
le
pidió.
El
tercer
pretendiente,
entretanto,
paseaba
meditabundo
a
la
orilla
del
mar,
convencido
de
que
los
otros
habrían
encontrado
algo
donde
él
no
encontrara
nada.
Y
en
esto
vio
llegar
sobre
las
olas
una
barca
que
se
llegó
hasta
la
orilla
y
de
la
que
descendieron
numerosas
personas.
Y
la
última
de
esas
personas
era
un
viejecillo
que
se
acercó
a
él
y
le
dijo
que
si
quería
comprar
aquella
barca.
–¿Y
para
qué
quiero
yo
esa
barca
–dijo
el
joven–
si
está
tan
vieja
que
ya
sólo
ha
de
valer
para
hacer
leña?
–Pues
te
equivocas
–dijo
el
viejecillo–,
porque
esta
barca
posee
una
rara
virtud
y
es
la
de
llevar
en
muy
poco
tiempo
a
su
dueño
y
a
quienes
le
acompañen
a
cualquier
lugar
del
mundo
al
que
deseen
ir.
Y
si
no,
pregunte
a
estos
pasajeros
que
han
venido
conmigo,
que
hace
tan
sólo
media
hora
estaban
en
Roma.
El
joven
habló
con
los
pasajeros
y
descubrió
que
esto
era
cierto,
así
que
le
compró
la
barca
al
viejecillo
por
la
cantidad
que
éste
le
pidió.
Conque
al
fin
se
reunieron
los
tres
en
el
lugar
de
la
cita,
muy
satisfechos,
y
el
primero
contó
que
traía
un
espejo
en
el
que
su
dueño
podía
ver
a
la
persona
que
desease
ver;
y
para
probarlo
pidió
ver
a
la
muchacha
de
la
cual
estaban
los
tres
enamorados,
pero
cuál
no
sería
su
sorpresa
cuando
vieron
a
la
niña
muerta
y
metida
en
un
ataúd.
Entonces
dijo
el
segundo:
–Yo
traigo
aquí
un
bálsamo
que
es
capaz
de
resucitar
a
los
muertos,
pero
de
aquí
a
que
lleguemos
ya
estará,
además
de
muerta,
comida
por
los
gusanos.
–Pues
yo
traigo
una
barca
que
en
un
santiamén
nos
pondrá
en
la
casa
de
nuestra
Y
dijo
el
tercero:
amada.
Corrieron
los
tres
a
embarcarse
y,
efectivamente,
al
poco
tiempo
echaron
pie
a
tierra
muy
cerca
del
pueblo
de
la
niña
y
fueron
en
su
busca.
Allí
estaba
ya
todo
dispuesto
para
el
entierro
y
el
padre,
desconsolado,
aún
no
se
decidía
a
cerrar
el
ataúd
y
dar
la
orden
de
enterrarla.
Entonces
llegaron
los
tres
jóvenes
y
fueron
a
donde
yacía
la
niña;
y
se
acercó
el
que
tenía
el
bálsamo
y
vertió
unas
gotas
en
su
boca.
Y
apenas
las
tuvo
sobre
sus
labios,
la
niña
se
levantó
feliz
y
radiante.
Todo
el
mundo
celebró
con
alborozo
la
acción
del
pretendiente
y
en
seguida
decidió
el
padre
que
éste
era
el
que
debería
casarse
con
su
hija,
pero
entonces
los
otros
dos
–Si
no
hubiese
sido
por
mi
espejo,
no
hubiéramos
sabido
del
suceso
y
la
niña
estaría
protestaron,
y
dijo
el
primero:
muerta
y
enterrada.
Y
dijo
el
de
la
barca:
–Si
no
llega
a
ser
por
mi
barca,
ni
el
espejo
ni
el
bálsamo
la
hubieran
vuelto
a
la
vida.
Conque
el
padre,
con
gran
disgusto,
se
quedó
de
nuevo
meditando
cuál
habría
de
ser
la
solución.
Y
la
niña,
dirigiéndose
a
él,
le
dijo
entonces:
–¿Lo
ve
usted,
padre,
cómo
me
hacían
falta
los
tres?
Y
colorín,
colorete,
con
este
cuento
y
el
siguiente
ya
irán
siete.
El
alfiletero
de
la
anjana
En
Cantabria
hay
unas
brujas
llamadas
anjanas,
que
poseen
grandes
poderes
y
que
premian
a
los
buenos
y
castigan
a
los
malos.
Y
también
hay
una
especie
de
brujos
que
sólo
piensan
en
hacer
daño
a
la
gente
y
se
llaman
ojáncanos,
porque
tienen
un
solo
ojo
en
medio
de
la
frente.
Los
ojáncanos
viven
en
cuevas
y
son
enemigos
de
siempre
de
las
anjanas.
Un
día,
una
anjana
perdió
un
alfiletero
que
tenía
cuatro
alfileres
con
un
brillante
cada
uno
y
tres
agujas
de
plata
con
el
ojo
de
oro.
Una
pobre
que
andaba
pidiendo
limosna
de
pueblo
en
pueblo
lo
encontró,
pero
la
alegría
le
duró
poco
porque
en
seguida
pensó
que,
si
intentaba
venderlo,
todos
pensarían
que
lo
había
robado.
Así
que,
no
sabiendo
qué
hacer
con
él,
resolvió
guardarlo.
Esta
pobre
vivía
con
un
hijo
que
la
ayudaba
a
buscarse
el
sustento,
pero
un
día
su
hijo
fue
al
monte
y
no
volvió,
porque
lo
había
cogido
un
ojáncano.
Desconsolada
al
ver
que
pasaban
los
días
y
que
su
hijo
no
volvía,
la
pobre
siguió
pidiendo
limosna
y
guardaba
el
alfiletero
en
el
bolsillo.
Pero
no
sabía
que
al
hijo
le
había
cogido
el
ojáncano
y
lo
creyó
perdido
y
muerto
y
lo
lloró
amargamente,
pues
era
su
único
hijo.
Un
día
que
andaba
pidiendo,
pasó
ante
una
vieja
que
cosía.
Justo
al
pasar
la
pobre,
a
la
vieja
se
le
rompió
la
aguja
y
le
dijo
a
la
pobre:
–¿No
tendrá
usted
una
aguja
por
casualidad?
La
pobre
lo
pensó
durante
unos
momentos
y
al
fin
le
contestó:
–Sí
que
tengo,
que
acabo
de
encontrar
un
alfiletero
que
tiene
tres,
así
que
tome
usted
una
–y
se
la
dio
a
la
vieja.
Siguió
la
pobre
su
camino
y
pasó
delante
de
una
muchacha
muy
guapa
que
estaba
cosiendo
y
le
sucedió
lo
mismo
y
le
dio
la
segunda
aguja
del
alfiletero.
Y
más
tarde
pasó
junto
a
una
niña
que
estaba
cosiendo
y
ocurrió
lo
mismo
y
la
pobre
le
dio
la
tercera
aguja.
Entonces
ya
sólo
le
quedaban
los
alfileres
del
alfiletero,
pero
sucedió
que
un
poco
más
adelante
se
encontró
con
una
mujer
joven
que
se
había
clavado
una
espina
en
el
pie
y
la
mujer
le
preguntó
si
no
tendría
un
alfiler
para
ayudarla
a
sacarse
la
espina
y,
claro,
la
pobre
le
dio
uno
de
sus
alfileres.
Y
todavía
volvió
a
encontrarse
con
otra
muchacha
que
lloraba
con
desconsuelo
porque
se
le
había
roto
la
falda
de
su
vestido,
con
lo
que
la
pobre
empleó
sus
tres
últimos
alfileres
en
recomponer
la
falda
y
con
esto
se
quedó
con
el
alfiletero
vacío.
Al
final,
su
camino
la
llevó
al
río,
pero
no
tenía
puente
por
donde
atravesarlo,
de
manera
que
empezó
a
caminar
por
la
orilla
con
la
esperanza
de
encontrar
un
vado,
cuando
en
éstas
oyó
al
alfiletero
que
le
decía:
–Apriétame
a
la
orilla
del
río.
La
pobre
hizo
lo
que
el
alfiletero
le
decía
y
de
repente
apareció
un
sólido
madero
cruzando
el
río
de
lado
a
lado
y
la
pobre
pasó
sobre
él
y
alcanzó
la
otra
orilla.
Entonces
el
alfiletero
le
dijo:
–Cada
vez
que
desees
algo
o
necesites
ayuda,
apriétame.
La
pobre
siguió
su
camino,
pero
tuvo
la
mala
suerte
de
no
encontrar
casa
alguna
donde
poder
llamar
y
empezó
a
sentir
hambre.
Entonces
se
acordó
del
alfiletero
y
se
dijo:
«¿Y
si
el
alfiletero
me
diese
algo
de
comer?».
Apretó
el
alfiletero
y
en
sus
manos
apareció
un
pan
recién
horneado,
por
lo
que,
muy
contenta,
se
lo
comió
mientras
proseguía
su
camino.
Luego,
al
poco
tiempo,
alcanzó
a
ver
una
casa
a
la
que
se
dirigió
sin
demora
para
pedir
limosna,
pero
en
la
casa
sólo
había
una
mujer
que
estaba
llorando
la
pérdida
de
su
hija
porque
se
la
había
arrebatado
un
ojáncano.
Compadecida,
la
pobre
le
dijo
que
ella
misma
iría
al
bosque
a
ver
si
podía
encontrar
a
su
hija.
se
quedó
esperando.
En
seguida
se
acordó
del
alfiletero
y,
no
sabiendo
por
dónde
empezar
a
buscar,
lo
apretó
fuertemente
y
apareció
una
corza
con
un
lucero
en
la
frente.
La
corza
achó
a
andar
y
la
pobre
se
fue
tras
ella
hasta
que
el
animal
se
detuvo
ante
una
gran
piedra
y
allí
Desconcertada,
la
pobre
volvió
a
apretar
el
alfiletero
y
apareció
un
martillo.
Cogió
el
martillo
y
golpeó
la
piedra
con
todas
sus
fuerzas
y
ésta
se
rompió
en
pedazos
y
apareció
la
cueva
del
ojáncano.
Entonces
se
adentró
en
ella
acompañada
de
la
corza
y,
aunque
la
cueva
estaba
en
la
más
completa
oscuridad,
el
lucero
en
la
frente
de
la
corza
les
iluminaba
el
camino.
Y
recorrieron
la
cueva
por
todos
sus
rincones
hasta
que
en
uno
de
ellos
la
pobre
vio
a
un
muchacho
dormido
y
reconoció
que
era
su
hijo,
al
que
el
ojáncano
había
robado
hacía
tiempo,
y
le
despertó
y
se
abrazaron
con
inmensa
alegría
los
dos
y,
en
seguida,
se
apresuraron
a
salir
de
la
cueva
con
la
ayuda
de
la
corza.
Volvieron
a
la
casa
de
la
mujer
que
lloraba
la
pérdida
de
su
hija,
pero
entonces
la
pobre
vio
que
ya
no
lloraba
y
reconoció
por
su
porte
que
era
una
anjana.
Y
la
anjana
le
dijo:
–Ésta
es
tu
casa
desde
ahora.
No
dejes
volver
más
al
bosque
a
tu
hijo
sin
cuidado.
Y
ahora
aprieta
por
última
vez
el
alfiletero.
La
pobre
lo
apretó
y
aparecieron
cincuenta
ovejas,
cincuenta
cabras
y
seis
vacas.
Y
así
que
terminaron
de
contarlas
vieron
que
la
corza,
la
anjana
y
el
alfiletero
habían
desaparecido.
Periquillo
Había
un
matrimonio
de
labradores
que
eran
los
dos
tan
pequeños
que
la
gente
los
conocía
por
el
apodo
de
«los
cañamones».
Eso
a
ellos
no
les
incomodaba,
pero,
en
cambio,
se
lamentaban
de
no
tener
hijos.
Cuando
los
oían
lamentarse,
la
gente
les
decía:
–Y
para
qué
queréis
un
hijo,
si
va
a
ser
un
cañamón.
Y
los
dos
respondían:
–Bueno
y
qué;
pues,
cañamón
y
todo,
queremos
tener
un
hijo.
Y
así
fue
que
Dios
les
concedió
un
hijo
y
nació
tan
pequeño
como
un
cañamón;
le
llamaron
Periquillo
y,
como
no
creció
ni
una
cuarta
más,
con
Periquillo
se
quedó.
Conque
pasó
el
tiempo
y
Periquillo
fue
cumpliendo
años
tan
diminuto
como
siempre,
pero
era
un
muchacho
voluntarioso
que
no
se
arredraba
por
ser
tan
pequeño.
Un
día
que
su
padre
se
había
ido
a
trabajar
al
campo
desde
por
la
mañana
temprano,
le
dijo
a
su
madre,
que
estaba
preparando
la
burra
con
la
comida
para
llevársela
a
su
padre:
–Madre,
déjeme
a
mí
la
burra,
que
yo
le
llevo
la
comida
a
padre.
Y
la
madre
le
contestó:
–¿Cómo
se
la
vas
a
llevar
tú,
con
lo
pequeño
que
eres?
Y
Periquillo
le
contestó:
–Usted
termine
de
prepararla,
que
yo
la
llevo.
La
madre
puso
la
albarda
a
la
burra
y
metió
la
comida
en
ella
junto
con
otras
cosas
que
el
padre
necesitaba.
Y
en
cuanto
hubo
acabado
de
hacer
esto,
Periquillo
saltó
a
la
albarda,
trepó
por
ella,
corrió
por
el
cuello
de
la
burra,
se
instaló
en
una
de
sus
orejas
y
le
La
burra
echó
a
andar.
E
iban
los
dos
por
el
camino
cuando
aparecieron
tres
ladrones
dijo
tranquilamente:
–¡Arre,
burra!
detrás
de
una
peña
y
se
dijeron:
–Vamos
por
esa
burra,
que
va
sola.
Periquillo,
que
les
oyó
porque
tenía
un
oído
muy
fino,
dijo
con
voz
muy
fuerte
para
que
le
oyeran:
–¡Al
que
se
acerque
a
la
burra
lo
mato
y
lo
descuartizo!
Y
la
burra
aceleró
el
paso,
pero
los
ladrones
se
quedaron
quietos
tratando
de
adivinar
dónde
se
escondía
el
que
les
había
hablado.
Conque
llegó
Periquillo
a
donde
estaba
su
padre
trabajando
y
le
dijo:
–Ea,
padre,
que
aquí
le
traigo
su
comida.
Y
el
padre,
que
sólo
veía
a
la
burra
albardada,
dijo:
–¿Dónde
estás,
hijo,
que
no
te
veo?
–pues
había
reconocido
su
voz.
Y
Periquillo
le
contestó:
–Que
estoy
aquí,
en
la
oreja
de
la
burra
–y
salió
y
se
apeó